(Las versiones en inglés y en turco se encuentran más abajo / English and Turkish versions below / İngilizce ve Türkçe versiyonlar aşağıdadır)
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Subtítulo: Una meditación personal sobre Romanos 15:1-13 — la madurez de la fe que aprende a cargar con las debilidades ajenas, entre la memoria de Estambul y la esperanza que brota en el Caribe.
Bloque I — Raíces y agua
Los veranos de mi infancia transcurrían en Suadiye, cuando aquel barrio aún conservaba los jardines y las casas bajas que respiraban frente al mar de Mármara. Vivíamos en el lado europeo de Estambul, pero cada verano regresábamos a esa casita prefabricada que había sido levantada tras el terremoto de Erzincan. Mi abuelo —un peregrino musulmán que, pese a su fortuna, vivía con una sencillez ejemplar— solía decir que la felicidad consiste en saber dónde colocarse, no en cuánto poseer. Ganar dinero para él era un pasatiempo; su verdadera riqueza era la calma.
En esos veranos todo parecía tener un sentido: los árboles frutales, el pozo del jardín, los juegos al escondite, los autos que yo lavaba como si les devolviera la dignidad. A veces pienso que aquella agua fue mi primera oración.
De niño tenía los pies planos; jugar fútbol me dolía, y no podía estar mucho tiempo de pie. Más tarde, empecé a usar botas con suelas de acero y mis pies sanaron. Con esos mismos pies he cruzado tres continentes. Un día, mientras mis amigos me pedían que me apartara un poco del campo improvisado, fui retrocediendo, paso a paso, hasta que el suelo desapareció. Caí. El mar me envolvió. No hubo tiempo para el miedo, solo la certeza de que algo más grande me sostenía.
No necesito describir el rescate. Esa caída fue mi bautismo invisible: el instante en que Dios me habló en el idioma del agua. Desde entonces, cada vez que tomo una fotografía, siento que vuelvo a ese mismo lenguaje.
Años después, el muelle desde donde caí fue tragado por la ciudad. Rellenaron el mar para construir la avenida costera. Hoy nadie tiene su propio muelle: solo una autopista que separa las casas del horizonte. En El Rostro que Faltaba esa escena existe, convertida en símbolo. El espectador no recibe la historia completa, apenas un guiño. El misterio queda abierto, como la vida.
Bloque II — La mirada y la vocación
Mi padre, apasionado por el cine y la fotografía, filmaba cada reunión familiar con la cámara japonesa que le había regalado mi abuelo. Él atrapaba el instante; yo, muchos años después, comencé a buscar el sentido que lo sostiene.
Aprendí a mirar distinto: cuando encuadro, no busco una imagen bella, sino un signo. Dios tiene un lenguaje silencioso hecho de reflejos, de alineaciones improbables entre personas, luces y objetos. Cada foto es una nota en esa partitura secreta.
Dios fue poniéndome en el camino de amigos judíos —sefardíes y mesiánicos— como si me estuviera recordando que su promesa es para todos los pueblos. Yo, que nací musulmán, entendí lo que Pablo escribió en Romanos 15: los gentiles también fueron alcanzados por la misericordia. No fue una conversión instantánea, sino una revelación que seguía creciendo con cada imagen, con cada historia.
Cuando me mudé al Caribe mexicano buscando un paisaje que se pareciera a Suadiye, descubrí que el mar podía repetirse sin repetirse nunca. Era otra costa, otro color, pero la misma voz. Allí retomé el guion de El Rostro que Faltaba y comprendí que mi oficio no era solo narrar, sino servir.
En CREA 2025, al presentar el proyecto a productores de distintos países y representantes del estudio, me descubrí hablando no desde la ambición, sino desde la carga. Había cruzado tres continentes persiguiendo un muelle desaparecido. Lo que buscaba no era un decorado, sino el eco de una promesa: que la debilidad puede transformarse en fortaleza si se pone al servicio de otros.
Bloque III — La esperanza que permanece
“Que el Dios de la esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo.” — Romanos 15:13
Esa frase resume mi viaje. La esperanza no es optimismo; es un músculo que se ejercita en la pérdida. Al mirar atrás, veo una pedagogía divina: el abuelo que enseñó sin palabras, la ciudad que perdió sus muelles, el niño que cayó al mar, el adulto que cruza océanos para filmar lo que ya no existe.
Buscando los pequeños detalles que alguna vez me importaron —el olor del pozo, el brillo de los coches mojados, la sombra del columpio— llegué a los confines del mundo. No podía contar esta historia en mi ciudad natal; necesitaba una costa nueva para redimir la memoria de la antigua. El Caribe se convirtió en espejo de aquel barrio tragado por el progreso.
El Rostro que Faltaba es, en el fondo, la búsqueda del muelle perdido. No solo el de madera que ya no existe, sino el espiritual: el punto de contacto entre lo humano y lo divino. Esa es la verdadera unidad que anhelo.
Mi oración es sencilla: que mi arte no hiera, sino sane; que mis imágenes no dividan, sino unan; que mi cámara sirva para escuchar el lenguaje de Dios y traducirlo en esperanza.
Palabras clave: Romanos 15:1-13, fe y arte, espiritualidad cristiana contemporánea, unidad en Cristo, cine espiritual, Salvador Films, El Rostro que Faltaba, esperanza, redención, memoria.








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